SYLVIA PLATH: LA APERTURA AL
INCONSCIENTE Y LA OTREDAD
La obra poética de la norteamericana Sylvia Plath es
tan inquietante como su propia vida. Escritora precoz y muy consciente de su
papel en el mundo como intérprete de una realidad no precisamente aparente, su
biografía alimenta el mito del artista incomprendido, al margen de la aceptación
mediocre.
Sus poemas no son fáciles de glosar, parten de una
propuesta que es, de entrada, irracional, ambigua, en muchas de las ocasiones. Razón
y sinrazón alternan en sus versos, como en las propias fotos que de su figura
conservamos alternan dos Sylvias, como mínimo, dos mujeres: una, alegre,
conforme, vitalista (por ejemplo, esa joven rubia que posa en la orilla de la
playa ataviada con traje de baño, pagada de su belleza, como una modelo); otra,
sombría, presa de la alucinación inteligente, lejana, lejana, clarísimamente
remota. Sola en un paisaje casi siempre invernal, deshojado.
Sus palabras prosiguen un camino decididamente abierto a la introspección, a
hacer del mundo interior, de la impenetrable psique, el propio cosmos poético.
En un proceso marcado por un acentuado egotismo, su poesía se aleja de lo
asequible, de la lectura cómoda y fácil. Penetrar en el universo íntimo de
Plath es asumir el riesgo de dejarse fascinar por sus claroscuros, de
conducirse temerariamente entre sus muchas sombras.
Ella misma se confiesa, se reconoce como “una
graja siniestra, meditabunda”. Advierte a quien
a ella se acerca de sus estragos, en aras de algo que le exige un permanente
sacrificio. Encuentra a su paso los caminos torcidos, con una improbable
posibilidad para las rectas o la simple hermosura. Y, sin embargo, hay belleza
en sus versos, incluso lugar para la ternura y la dicha. Aunque no basten para
apartarla de la escarcha definitiva.
La orografía de Sylvia la imaginamos densa de negras
lagunas, andantes desgarbados, ruinas, sueños desvalorizados, perturbadores
desiertos y un sujeto que a veces logra vencer esa terquedad de hallar en todo
síntomas de holocausto.
Su suicidio alimenta el mito de esa constante huida,
o acaso sería más acertado decir, de esa constante búsqueda. Explicar su
desaparición a resultas del abandono de su marido, el también poeta Ted Hughes,
es querer simplificar mucho el estado de las cosas. Para Plath su
familiarización con la muerte, su inclinación a ella, es anterior incluso a su
matrimonio. La pérdida de su padre, a los ocho años de edad, la marcaría
profundamente y junto con su naturaleza sensible le acarrearía continuas caídas
depresivas, con sus respectivos tratamientos de choque.
¿Esas son
experiencias que pueden explicar y abarcar en grado absoluto el misterioso ser
que fue Sylvia Plath? Lo dudo. Su desaparición física fue el momento culminante
de una continua serie de desapariciones progresivas, el fruto último de una
severa dieta de levedad que la lleva de la mano a la
extinción, sin resistencia. Un paseo suave, tranquilo, hacia la muerte.
A mí me gusta
imaginar que quedó un día ahumada en el cristal luminoso de la ventana, o presa
de su doble en un espejito mágico que nadie ha conseguido aún localizar. Por
fin hecha una con esa otra…