Ilustración: Alba L. Giménez |
Cuando no se te ocurra nada más que decir,
sal un día y conduce, sin más, a lo largo de la
península.
El cielo se eleva como si fueras a despegar,
el paraje carece de indicación alguna, de modo que no
hay más meta
que pasar de largo, evitando en todo momento, claro,
la llegada.
Al atardecer, el horizonte se traga el mar y la colina,
los campos arados emborronan el tejado del blanco
caserío,
y nuevamente retomas la oscuridad. Ahora, recuerda
la luminosidad de la costa y aquel tronco a contraluz,
la roca donde las olas van a romperse en jirones,
las garzas en elegante escorzo sobre sus patas,
las islas dejándose ir en la niebla,
y regresa por fin a casa, todavía sin nada que decir
salvo que en adelante poseerás las claves de todos los
paisajes
en virtud de estas cosas halladas puras y limpias,
agua y tierra en su elemental desnudez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario