Ilustración: Alba L. Giménez |
Todo el pensamiento moderno gira en torno a la derrota.
En este sentido, se parece a todo el pensamiento antiguo.
La concepción, por ejemplo, de que el hecho concreto
amortigua el radiante esplendor de la idea,
de que el pájaro carpintero, horadando con su graciosa careta
el esculpido tronco yerto del abedul, supone, por su sola presencia,
una especie de trágica caída desde un mundo primigenio
de indiscriminada luz. O esa otra visión, según la cual,
dado que no hay una sola cosa en este mundo
que se corresponda con la zarza de la mora,
una palabra es la elegía de aquello que significa.
De eso estuvimos charlando anoche, hasta bien tarde,
y en la voz de mi amigo había un leve asomo de aflicción,
un tono casi quejumbroso. Al instante comprendí que,
en una charla así, todo significante se difumina: justicia,
pino, cabello, mujer, tú y yo.
Y recordé que una vez hubo una mujer a la que le hice el amor,
y cuando tenía sus pequeños hombros en mis manos
sentí un violento asombro en su presencia,
como un anhelo de sal, un ansia del río de mi infancia,
con sus sauces insulares y el ininteligible rumor
de un plácido bote, aquellos cenagales donde atrapábamos
unos pequeños peces de color plata y ámbar llamados percas.
Y todo eso, en verdad, apenas tenía que ver con ella.
Nostalgia, ese es su nombre, que sobreviene
porque el deseo está lleno de interminables distancias.
Supongo que también ella estaría entonces igual de lejos.
Sin embargo, recuerdo tan bien el modo en que sus manos
desmenuzaban el pan, o aquello que su padre le dijo
para herirla; sus ilusiones...
Hay momentos en que el cuerpo se vuelve tan inefable
como las palabras, días en que la gloria de la carne se prolonga,
algo así como la ternura de aquellas veladas crepusculares
pronunciando mora, mora, mora.