Ilustración: Alba L. Giménez |
No he ido nunca de pesca al Susquehanna,
ni a ningún otro río, con esa idea concreta,
a decir verdad.
Ni en julio ni en ningún otro mes
tuve el placer -si es que es un placer-
de pescar en el Susquehanna.
A mí es más fácil sorprenderme
en un tranquilo cuarto como éste,
con un retrato de mujer colgado en la pared,
y un bol de mandarinas en la mesa,
tratando de manufacturar la sensación
de ir de pesca al Susquehanna.
No me cabe la menor duda
de que otros sí han estado
pescando en el Susquehanna,
han ido río arriba en sus rústicas embarcaciones,
hundiendo afanosamente los remos bajo el agua,
para alzarlos luego, goteando, hacia la luz.
Pero lo más cerca que he llegado a estar yo
de pescar en el Susquehanna
fue una tarde en un museo de Filadelfia
en la que pasé un buen rato
ante un cuadro
en el que ese río serpenteaba
bajo un cielo azul de onduladas nubes
bordeando la densa arboleda de las orillas,
y allí un tipo con un pañuelo rojo en la cabeza
sentado en un pequeño bote de color verde,
sostenía con paciencia el fino sedal de su caña.
“Eso es algo que difícilmente creo
que yo llegue a hacer”, recuerdo
que me dije a mí mismo, y también a mi acompañante.
Luego, en un abrir y cerrar de ojos,
me desplacé a otros paisajes americanos:
graneros, aguas espumosas cubriendo los roquedales,
e incluso en uno de ellos una liebre marrón
que parecía inquieta y en estado de alerta,
a punto, en mi imaginación, de salir huyendo del
marco.
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