Café Montaparnasse (Devenir, 2012) es el reminiscente título del
segundo poemario de Manuel Valero, poeta alicantino cuya historia poética
arranca en el año 2008 con Seis sonetos
para Samia: y hastiados poemas, publicado por Speedy (El Ratoncito de la
Tinta Oxidada). Su última producción, Noche
entreabierta, ha recibido el Premio de Poesía Joven “La Manzana Poética”
Interesa del subtítulo de su
primer poemario la palabra hastío,
imposible de pronunciar sin vincularlo a la omnipresente figura de Charles
Baudelaire: el Spleen, que cobra
carta de naturaleza en Las flores del mal,
deja su estela en tantos otros personajes decadentes, también en el caso de
Jean-Paul Ventoux, el protagonista de Café Montparnasse.
Y París, de nuevo París, siempre
París… Inagotable ciudad, llena de posibilidades para un suicidio estético,
genial. Celan se arrojó del Puente Mirabeau; Ventoux - un trozo del autor construido-
como él mismo dice- contra él y ante él,
y que no le pertenece, un ser arrojado a la página- pone fin a su ¿vida? en el número 3 de la Rue
du Montparnasse el 16 de febrero de 1925, dejando sus poemas inéditos,
desamparados, tal como se nos indica en un sucinto introito –Unas palabras antes- firmado por Matilde
Desnos, su amante. Ya no.
Se estructura el poemario en seis
partes: Inventario, Génesis, Matilde,
Café Montparnasse, Quinqués bajo la lluvia, Hacia las cosas otras.
Arranca la obra con un preámbulo
de pulcritudes – Inventario – y unas
manos que ordenan, disponen, incluso deshonran a conciencia abecedarios, palabras, poemas, junto con unos labios que
convidan al regreso de otros labios – vine
por esos besos solamente.
Pero vayamos al Génesis,
cómo se dispone la mano a desnudar la manzana, allí en la sombra, donde termina
por no ser, donde no volverá a ser lo que nunca fue –si es que fue-, en la
pernoctación, en la escritura. Toda vida concluye en aire y “en los mismos ríos entramos y no entramos, [pues]
somos y no somos”, dice Heráclito. De modo que todos estamos hechos de una
misma sustancia: aire y contradicción. Empezamos a comprenderlo: bebemos del
mismo río.
Luego está Matilde, el miedo a un
nombre, incluso cuando se desconoce el miedo. El musgo de un nombre, y el
invierno, y la inmensidad de la noche. Un dolor antiguo de resonancias
hernandianas y unas manos de cielo que siembran, se buscan y se pierden, se
atrincheran en el silencio. Alcoba y ruina. Matilde es un reino inhabitado de
tres sílabas que en el papel matan: ma – til - de. Un monasterio en las afueras.
En el número 13 de la Rue du
Montaparnasse esquina con boulevard, el Café Montparnasse - orilla izquierda
del Sena, rive gauche - , en cuyas
mesas Ventoux rememora la desnudez de un cuerpo. Y los cuerpos anónimos por el bulevar, como en un cuadro de
Munch, el Spleen de la ciudad de
París derramado en las almas que la habitan.
El humo, la copa vacía, la música
que humilla. Frío. Y una musa de ala verde y homicida. El don de la ebriedad,
el vapor del sexo hacen pensar que los puentes pueden ser recobrados, tomando
como Mesías a Lautréamont. ¡Ay, qué hábito de agua, qué deseo de temblar en los
pulmones de un monasterio! Pero París todo lo ignora…
Y los Quinqués bajo la lluvia, los
últimos acordes en Montparnasse de un piano gastado. Mientras, un poeta
persigue bajo la lluvia antiguos
adoquines de un amor desheredado. Un poeta desafía, corre, quiere. Un poeta
es indiferente a la lluvia de París. Quiere escribir un poema de amor antes de
que la vida decida pudrirse a sus pies. Al igual que la vida, cree que la
lluvia le pertenece.
El insomnio lleva Hacia
las cosas otras, hacia los imperios desheredados. La mano halla
finalmente una derrota, una muerte cercana. A tientas, sobreviene el silencio.
Lo irremediable. Y el poeta lleva una corona de flores al cadáver suyo y de
Jean-Paul Ventoux, muerto dos veces: la primera vez en Granada; la segunda, en
París. ¿O es al contrario? Acaso arrojarse a la muerte, sea lo mismo que
arrojarse a la vida.
El baile es el mismo,
pero el salón pertenece a dos mundos.
LUISA PASTOR