La estirpe: reconstruyendo al monstruo; deconstruyendo los géneros literarios
Álvaro Giménez
Así, bajo el subtítulo de Autobiografía del monstruo, La estirpe se nos presenta, inicialmente, como proceso, entre periodístico y pseudocientífico (ya empieza aquí la mencionada fusión de géneros), para buscar el origen del monstruo: He intentado encontrar la génesis del monstruo, de dónde viene y cuál es su estirpe – indica el narrador al final del primer capítulo, Cosmovisión.
Sin embargo, lejos de convertirse en un catálogo de casos de pederastas, psicópatas y parricidas o un sesudo ensayo que ahonde en causas profundas para hacernos entender la forma de actuar de tales desequilibrados, la obra va derivando en una sutil mezcla de acontecimientos personales del autor que jalonan, en ocasiones con un punto mayúsculo de azar o casualidad casi ficcional y literario, esas existencias en apariencia lejanas y ajenas a él y a todos nosotros.
De este modo, y especialmente a partir del capítulo titulado La estirpe, el libro adquiere un tono de confesionalidad y autobiografismo que consigue enganchar al lector y hacer muy ameno su trasiego por la lectura.
Los distintos episodios familiares (sobre todo aquellos relacionados con sus abuelos) que el autor va compartiendo progresivamente, generan en el lector la sensación de empatía y, a la vez, cierto "morbo" para comprobar hasta qué punto han influido en el carácter de Eduardo Boix. Al mismo tiempo, sirven como antesala o punto inesperado de comparación con personajes míticos como Virginia Woolf o Silvia Plath, (en el capítulo La familia). Es este uno de los aspectos más destacados del libro. La habilidad que el autor posee para que algo tan aparentemente ajeno como la existencia de ambas poetas pueda asemejarse a la de miembros de su familia. La fórmula se va repitiendo a lo largo del libro, incidiendo en esa mezcla de géneros de la que hablábamos al principio: narración y documentación casi periodística unida a lo autobiográfico sin caer en el exhibicionismo personal o en la anécdota per se: la coincidencia con una conocida del famoso parricida argentino Barreda; el encuentro con un “doktor” supuestamente vinculado al nazismo; los años de convivencia con un concejal pederasta…
Como condimento de todo ello, merece la pena fijarse en los apuntes culturales de la adolescencia e infancia del autor que complementan los distintos capítulos. Son muchas las citas de cine y literatura que dan un tono de manual de cultura contemporánea a La estirpe, en especial, esas referencias a la cultura de los 80 que han configurado, como dice Karmelo C. Iribarren, la forma de ver el mundo de quienes, como Eduardo, nacimos en los 70.
Este puzzle de acontecimientos personales, autobiográficos y culturales lleva al lector hacia un final que mezcla dos géneros en los últimos dos capítulos: Mi monstruo y Coda: un mundo (in)feliz.
El primero de ellos reproduce los rasgos propios de una crónica periodística, con una distancia que nos recuerda a capítulos leídos en autores como Abad Faciolince (El olvido que seremos). Es una distancia, que como en el caso del autor colombiano, tiene como objetivo proteger al narrador – autor de un recuerdo doloroso.
Por su parte, Coda, es un cierre que se acerca al terreno de prosa lírica y que sirve para enunciar la tesis del libro, ya vislumbrada en el capítulo anterior: el monstruo está cerca; el monstruo es, en ocasiones, uno mismo. Se cierra con esa máxima un libro que se resiste a una fácil catalogación y que proporciona al lector un abanico de sensaciones tan diverso como los distintos géneros que lo conforman.
Para el lector curioso queda la tarea de descubrirlos…