Ilustración: Alba L. Giménez |
Me siento y coso -una tarea banal, en apariencia,
sobre ella mis manos se afanan, sobre ella cae mi cabeza
bajo el peso de inquietantes visiones -
el arsenal de la guerra, los hombres en sus marchas solemnes,
todos con rostros de acero, y una severa mirada al frente que trasciende
en conocimiento a esas almas inferiores cuyos ojos ni han visto la Muerte
ni han aprendido que la vida no es más que un suspiro.
Con todo, yo debo sentarme y coser.
Me siento y coso, mientras mi corazón se desgarra de deseo,
y vuelve esa marcha terrible, las fieras descargas de fuego
devastando los campos y convirtiendo en una forma retorcida y grotesca
lo que fuera un hombre en otro tiempo. Mi compasiva alma se eleva
implorando a gritos, con el único anhelo de ir en pos
de ese holocausto infernal, de esos campos de aflicción.
Sin embargo, debo sentarme y coser.
Esta nimia labor sin objeto, este inútil remiendo…
¿Por qué he de soñar yo aquí, a salvo en mi hacienda, bajo techo,
cuando ellos yacen empapados de barro y lluvia,
pronunciando a duras penas mi nombre, en el avance y en la caída?
¡Tú me necesitas, Cristo! No es una rosada quimera
lo que persigo como destino – esta hermosa y fútil costura
es justo lo que me anula-. Dios, ¿debo sentarme y coser?
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