“Escribir es la prueba definitiva
de que vivir no basta, de que la vida es un fracaso: de don Dios o mío. El arte
nace como consecuencia del instinto del hombre de corregir un error de don
Dios: el de no haber sabido darnos la inmortalidad. Para repararse, don Dios
destruye el tiempo, inventa la otra vida: el cielo y el infierno. Para
conseguirlo, el hombre inventa el tiempo, crea la Vida de la Fama: el Arte”.
Estas palabras forman parte de
una de un discurso titulado “Poética para una poesía sin poetas”,
trabajo con el que Antonio Gracia
(Bigastro, Alicante, 1946) contribuyó al número 7 de la revista literaria Algaria 0, de la que fue codirector, y,
como muy bien observa Ángel L. Prieto de Paula (estimadísimo profesor, erudito,
poeta y glosador) es un poema en sí
mismo. El texto lleva un subtítulo, “50
astillas para l·ataúd” (obsesivaria)”, y es índice del tono y la temática
que vamos a encontrar en muchas de sus composiciones: un existencialismo
desgarrado, una urgencia de permanecer, un sentimiento unamuniano, y yendo más
lejos, luciferino, acerca de Dios, a quien niega y requiere o
necesita, al menos, tanto como lucifera. Afirmaciones rotundas, sonoras,
vehementes, desasosiego saeteado por íntimas contradicciones encontramos en el
poema con que el poeta alicantino ha tenido la gracia de colaborar en nuestro
blog: “El íntimo alienígena”.
Incluimos, también, un audio con la lectura del poema por el mismo autor
y un audio del poema “Mosha Bieda” (de La estatura del ansia), recitado por Luisa
Pastor. La pieza musical que acompaña el recitado de Mosha Bieda es la versión instrumental de "Suzanne", mítica canción del poeta y músico canadiense Leonard Cohen.
El Íntimo Alienígena
Yo
no sé qué decirte. Nunca he creído en ti.
No
es fácil aceptar un Creador Infalible
que
otorga a sus criaturas la ténebre conciencia
de
su mortalidad como un fiero castigo.
¿Quién
crearía un mundo fieramente implacable
en
el que toda vida conduce hacia la muerte?
Si
esa es tu identidad, ¿qué esperabas de mí
sino
cólera, y odio, y vergüenza de ser
hijo
de los sadismos en ti confabulados?
Y
si tu esencia es otra, ¿cómo amar un misterio
que
engendra en quien intenta descifrarlo
dolor,
duda muriente, laberinto inconcluso?
¿Quién
me clavó la daga del sufrimiento estéril
entre
el ser y no ser del liviano estilete
para
que una respuesta finalmente encontrada
no
exigiera una vez y otra vez más preguntas?
Ya
que todo lo puedes, si eres quien dices ser,
siente
y piensa tan solo como un hombre cualquiera:
y
verás que no hay hombre al que no le repugne
tu
omnipotencia ignota, tu ilógica materia.
Tal
vez eres tan solo la invención de mis ansias
y,
como hijo de un hombre, te he creado confuso,
invisible
y eterno para que ni los ojos
ni
la razón consigan darte límite y forma,
único
modo de que lo imposible
se
pueda concebir como probable
y
llamar a ese sueño perfección.
Soy
frágil: necesito creer en la existencia
de
un ser que garantice que mi dolor, un día,
cesará
para siempre y será compensado
con
el hallazgo de una explicación
a
tanto sinsentido inexpugnable
a
los combates de la inteligencia.
Eso
te pido, Artífice
del
caos y del orden,
del
sosiego y de los desasosiegos:
un
solo instante de clarividencia
que
me permita perdonar
tu
enigma y tu estrategia contumaces.
Tú
dices ser mi origen y destino, mi padre
y
mi útero futuro: rememoro mi infancia
y
me veo en la gruta huyendo de los hielos,
dibujando
bisontes y exorcismos,
caminando
senderos en busca de un gigante
que
me ayude contras las hecatombes
de
la naturaleza: tal vez así forjé
tu
sustancia: con sueños y temores.
Y
si es así, no existes y soy yo
quien
te ha dado la fuerza que no tienes ni tengo:
soy
mi propio enemigo y redentor,
mi
víctima y verdugo, mi eternidad mortal.
¿Qué
puedo hacer sino seguir creyendo
que
existes en algún lugar remoto
inal-
canzable
por mi mente, y que tú, desde allí,
posees
el poder de darme paz?
¿O
aceptaré que eres la cósmica existencia?
Ya
ves: he terminado por rendirme
igual
que un siervo a su señor feudad.
Y
me pregunto: ¿qué,
qué
haces con tanto ejército de hombres humillados,
tanto
cadáver yerto perfumando
con
su fétida nada tu trono soberbioso?
Si
tú fueras un hombre y yo tu sueño
acaso
no querría que despertases nunca
para
no avergonzarme de mí mismo en ti.
Pero
esto, Milord, solo
son
las devastaciones de mis sueños.