Ilustración: Alba L. Giménez |
Dadme tan sólo hambre,
oh dioses que gravemente sentados
imponéis al mundo un orden.
Dadme hambre, dolor y deseo,
apartadme, a base de humillaciones y fracasos,
de las puertas del oro y la fama,
¡dadme la más andrajosa y punzante de las hambres!
A cambio, dejadme un amor, por pequeño que sea,
una voz que me regale el oído al final del día,
una mano que me alcance en la penumbra del cuarto
y que venga a acabar con esta infinita soledad.
Cuando al oscurecer las formas diurnas
se difuminan en el ocaso,
una errante estrellita del oeste
nos expulsa de las mudables orillas de la sombra.
Permitidme que vaya entonces a la ventana
a contemplar las fugitivas figuraciones del declive
y aguardar allí la certera llegada
de un amor, por pequeño que sea.
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