domingo, 31 de mayo de 2015

Café Montparnasse, de Manuel Valero -poemas hallados en el cajón de una cómoda-, por Luisa Pastor


Café Montaparnasse (Devenir, 2012) es el reminiscente título del segundo poemario de Manuel Valero, poeta alicantino cuya historia poética arranca en el año 2008 con Seis sonetos para Samia: y hastiados poemas, publicado por Speedy (El Ratoncito de la Tinta Oxidada). Su última producción, Noche entreabierta, ha recibido el Premio de Poesía Joven “La Manzana Poética”

Interesa del subtítulo de su primer poemario la palabra hastío, imposible de pronunciar sin vincularlo a la omnipresente figura de Charles Baudelaire: el Spleen, que cobra carta de naturaleza en Las flores del mal, deja su estela en tantos otros personajes decadentes, también en el caso de Jean-Paul Ventoux, el protagonista de Café Montparnasse.


Y París, de nuevo París, siempre París… Inagotable ciudad, llena de posibilidades para un suicidio estético, genial. Celan se arrojó del Puente Mirabeau; Ventoux - un trozo del autor construido- como él mismo dice- contra él y ante él, y que no le pertenece, un ser arrojado a la página-  pone fin a su ¿vida? en el número 3 de la Rue du Montparnasse el 16 de febrero de 1925, dejando sus poemas inéditos, desamparados, tal como se nos indica en un sucinto introito –Unas palabras antes- firmado por Matilde Desnos, su amante. Ya no.
Se estructura el poemario en seis partes: Inventario, Génesis, Matilde, Café Montparnasse, Quinqués bajo la lluvia, Hacia las cosas otras.

Arranca la obra con un preámbulo de pulcritudes – Inventario – y unas manos que ordenan, disponen, incluso deshonran a conciencia abecedarios,  palabras, poemas, junto con unos labios que convidan al regreso de otros labios – vine por esos besos solamente.

Pero vayamos al Génesis, cómo se dispone la mano a desnudar la manzana, allí en la sombra, donde termina por no ser, donde no volverá a ser lo que nunca fue –si es que fue-, en la pernoctación, en la escritura. Toda vida concluye en aire y “en los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos”, dice Heráclito. De modo que todos estamos hechos de una misma sustancia: aire y contradicción. Empezamos a comprenderlo: bebemos del mismo río.

Luego está Matilde, el miedo a un nombre, incluso cuando se desconoce el miedo. El musgo de un nombre, y el invierno, y la inmensidad de la noche. Un dolor antiguo de resonancias hernandianas y unas manos de cielo que siembran, se buscan y se pierden, se atrincheran en el silencio. Alcoba y ruina. Matilde es un reino inhabitado de tres sílabas que en el papel matan: ma – til - de. Un monasterio en las afueras.

En el número 13 de la Rue du Montaparnasse esquina con boulevard, el Café Montparnasse - orilla izquierda del Sena, rive gauche - , en cuyas mesas Ventoux rememora la desnudez de un cuerpo. Y los cuerpos anónimos por el bulevar, como en un cuadro de Munch, el Spleen de la ciudad de París derramado en las almas que la habitan.

El humo, la copa vacía, la música que humilla. Frío. Y una musa de ala verde y homicida. El don de la ebriedad, el vapor del sexo hacen pensar que los puentes pueden ser recobrados, tomando como Mesías a Lautréamont. ¡Ay, qué hábito de agua, qué deseo de temblar en los pulmones de un monasterio! Pero París todo lo ignora…

Y los Quinqués bajo la lluvia, los últimos acordes en Montparnasse de un piano gastado. Mientras, un poeta persigue bajo la lluvia antiguos adoquines de un amor desheredado. Un poeta desafía, corre, quiere. Un poeta es indiferente a la lluvia de París. Quiere escribir un poema de amor antes de que la vida decida pudrirse a sus pies. Al igual que la vida, cree que la lluvia le pertenece.

El insomnio lleva Hacia las cosas otras, hacia los imperios desheredados. La mano halla finalmente una derrota, una muerte cercana. A tientas, sobreviene el silencio. Lo irremediable. Y el poeta lleva una corona de flores al cadáver suyo y de Jean-Paul Ventoux, muerto dos veces: la primera vez en Granada; la segunda, en París. ¿O es al contrario? Acaso arrojarse a la muerte, sea lo mismo que arrojarse a la vida.

El baile es el mismo, pero el salón pertenece a dos mundos.



LUISA PASTOR


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