jueves, 8 de diciembre de 2016

"Cuándo la realidad, cuándo el sueño: autorretrato del demiurgo". Reseña de Luisa Pastor



Mucho es lo que ha visto Zarathustra,  mucho es lo que ha sufrido.
Pero solo ha aprendido una cosa, sólo tiene una sabiduría, un orgullo.
Ha aprendido a ser Zarathustra.

Herman Hesse

¿Por qué comemos y bebemos otra cosa
que luz o fuego?

Juan Ramón Jiménez

Decía Cioran en una entrevista con François Bondy que no se debería escribir sobre lo  que no se ha releído. En mi caso, he de decir que tengo la fortuna no solo de haber leído y releído a José Luis Zerón, sino también de haber disfrutado de una proximidad que me ha permitido tener detenidas y estimulantes conversaciones con él acerca de su obra y su modo de posicionarse ante el hecho creador, su faceta de demiurgo.
De tan distendidas charlas, la idea que se desprende, a mis ojos, es la natural y absoluta correspondencia entre su persona y su creación, la sólida autenticidad de su discurrir poético, que él concibe, y así  lo ha expresado en alguna ocasión, como “un oficio paradójico y fronterizo con dolor, asombro, astucia y mucha intemperie”.
En ‘De exilios y moradas’ (Polibea, 2016), como también en sus anteriores poemarios, la poesía se torna un lugar sedicioso donde confluyen, en franca algarabía, cruciales conceptos tradicionalmente sometidos a oposición: armonía (luz)- espanto (tenebrosidad); fe (paz) -incertidumbre (caos). No hablamos, claro está, únicamente de un quehacer poético, sino del desgarro humano que se interroga acerca de su identidad, su propia naturaleza, arrojada sin voluntad y sin explicaciones a un mundo que no se deja comprender, participando del infructuoso debate entre la realidad y la apariencia. 

 
El poeta José Luis Zerón
  Una poesía, en definitiva, de carácter cosmogónico y meditativo,  con explícita influencia de Oriente, como se deja ver en el poema  “La danza de Shiva”, y ello lo ubica en una órbita de intelectuales  como Hesse, que quedaron prendados, en el desencantado  Occidente del S.XX , tanto de los grandes escritores chinos como  de la India de los Vedas. La poesía, en efecto, concebida como una  filosofía de vida, una herramienta de conocimiento, aunque  imperfecto, del cosmos (incluido el que todos llevamos dentro). Del descalabro occidental, salva Hesse a Goethe, quien por cierto también figura en De exilios y moradas, en lo que podemos considerar un diálogo entre autores, “Palabras para unos versos de Goethe”. En opinión del autor de El lobo estepario, el mundo tendría muy otro aspecto si el hombre estuviese más inclinado a vivir en el reino espiritual de Goethe. “Nada vivo es uno, siempre es muchos”, nos recuerda Zerón reproduciendo parte del poema “Epirrema”, y entrando en debate con él, pero con presentido desaliento.

No se trata únicamente de una reflexión acerca de la liturgia literaria, sino del hecho -en absoluto sereno- de estar vivos, y solos, y confusos, algo desvalidos, sin conclusiones, salvo unas pocas, erróneas en todo caso, y dispersas, con toda certeza inútiles.
Para todo poeta que siente su misión como una especie de sacerdocio (lo es para Zerón como lo fue también para Leopoldo María Panero, a cuya memoria se dedica en este poemario una composición, la Cantata para un poeta náufrago, con bellas resonancias  de la Pavana para un niño difunto) la poesía exige, sin huida posible, un sacrificio, un altar, un fuego, y una víctima... 

Pero ¿quién? ¿quién ha dejado dicho que deba ser el poeta, solo porque ve en lo que florece, en lo que crepita, en lo que cruza el cielo en bandada, los signos que contienen el secreto de esta tupida fronda, tan solo en apariencia protectora?  
¿Y sacrificarse para qué, y por quién, cuando la verdad es que nadie, nadie, ni aun la Sibila, como una Casandra arrepentida, quiere oír, quiere saber, anticipar la lumbre? 
Y los que saben, quienes han aprendido costosamente a desenmascarar, quedan adscritos a la lejanía como premio, anticipándose a los demás en el dudoso privilegio  de testimoniar “el oleaje de deshechos” que arrastra la vida, su inmarcesible extravío.
Siendo consciente de esto el poeta, ¿por qué no calla? Ésa es la cuestión. ¿Por qué hablar?¿Debe ser él el carnero, y la mirada última del carnero? Observar lo que es imposible de ver, cuantificar un tiempo que no existe, levantar las piedras, apartar los ramajes, donde el espacio es claro y llano el camino...

Nada de esto parece tener sentido. Ni tiene por qué obedecer a una razón. Pero, dado que el poeta ha sido creado para ser entregado a las aras del lenguaje, a las incandescentes ascuas de Moloch, por humilde y limitada que sea la ofrenda,  su deber es buscar, explorar en el exilio el cúmulo de presentimientos, contradicciones y perplejidades con que ha edificado a porfía su descabalada identidad.
Invoca, hollando la herida, la palabra que sobrevuela el pozo, para poder hallar en su
destrucción el germen que le redima de la realidad, que le purifique en el sueño,  a la hora en que es imposible nombrar...

Luisa Pastor


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