Ilustración: "El búho en la máscara del soñador" Alba L. Giménez |
Encaro el viento de las avenidas
una noche de primavera en Nueva York.
Llevo bajo mi delgada chaqueta
un suéter que me dio la mujer
de un genio nacido en Manchuria.
La calidez de ese suéter contrasta
con la fría indolencia de la ciudad, una manzana tras otra.
Los edificios me parecen montañas
que juegan a alejarse conforme yo trato de alcanzarlas.
En mi imaginación, el tráfico se transforma en ganado
que deambula por fangosos pastos.
Puedo sentir sin esfuerzo alguno a mi alrededor
los largos desplazamientos de los hombres y sus caballos.
Es primavera en Siberia o en Mongolia,
dondequiera que se me ocurra estar.
Rudas voces, aunque honestas, me incitan
a abandonar aquella soledad:
me cuentan que todos estamos cansados
de este peso arrollador,
de la opresión del invierno que no acaba,
que es hora de renovar nuestra vida,
de quemar los contratos que expiran,
de elegir nuevos gobiernos.
El sol del viejo Imperio se ha puesto
y debo escribir un poema al Emperador.
En él le hablaré como el hombre que yo
debería ser, un habitante de la frontera,
cubierto de esa lana oscura y cálida,
mientras el viento y el humo emborronan mi cara.
Seguramente, el Emperador y su corte
querrán saber que una fantástica
y prometedora revolución empieza mañana
en una de sus remotas provincias…
(1967) El búho en la máscara del soñador: poemas reunidos, 1993.
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