Todas las épocas de la humanidad han conocido crisis; esta que hoy atravesamos cual tormenta de Delacroix no es la primera ni será la última. Lo que distingue, realmente, a unas de otras, es la reacción de los individuos que la sufren.
Pienso mucho en estos tiempos, por ejemplo, en aquellos rebeldes que protagonizaron
Me queda la imaginación, desde luego, porque en la historia reciente no hay capacidad de sublevación, ¡qué digo!, siquiera de respuesta. El grado de civilización se ha desarrollado, se ha refinado tanto que la crítica se considera de entrada ofensiva, las movilizaciones son calificadas poco menos que de hueras gamberradas, la rebelión de las masas se vende como un sorprendente producto de Pizza Hut; las marchas a
No hablo de volver a inclinaciones bárbaras, claro que no, pero desde luego hemos de abominar ya de esta falsa armonía que ha creado la palabra democracia, un escondite para las más viles falacias, aquellas que pasan por completo inadvertidas. El poder, debemos saberlo viendo cómo se van desarrollando los acontecimientos, no lo tiene el pueblo. Nos han dado un opio, que es a lo único a lo que podemos aspirar: al humo de una fantasía pervertida y perversa en la que el individuo, sobre todo, ciertos individuos, que curiosamente somos la boba mayoría, no cuenta para nada.
La diferencia, en fin, con otros tiempos, es que actualmente, por principio, el pueblo no desconfía, no se rebela, no se inmuta. Si le pinchas, ni sangra.
Y, para colmo, el opio cada vez más caro…
Luisa Pastor
10 de enero de 2012
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