“But nothing is real even what
you can feel is just illusion”
Now I’m a fool,
Eagles of death metal
No has podido evitar asumir estos papeles,
(todavía no te atreves a llamarlos guion)
con esperanza y desconsuelo.
Los manoseas con algo de desgana,
pero, al final, las palabras de tu representante
(Luke, es un guion de lujo,
lo mejor que puedes conseguir por ahora.
Te abrirá nuevas puertas)
te llevan a obviar el título freaky
(Serpientes a bordo, ¿no había ya un Serpientes en el avión?)
y a comenzar la lectura de sus primeras líneas.
En el reparto te acompaña Tom Berenger
(¿todavía vive?)
y tu papel es el del comandante O'Neill,
militar venido a menos al cumplir cuarenta y tantos
(¿será una metáfora, una indirecta del guionista?)
cuya desafiante misión es matar serpientes en un submarino
(¿las serpientes aguantan la presión del fondo del mar?).
Avanzas un poco más,
entre tuberías, habitáculos minúsculos y puertas cerradas a presión,
y, como si fuese una transición propia de un flashback,
tu mente se abona al antagonismo
y te lleva a una escena que protagonizaste en una serie de juventud.
Representa un ocaso dorado, idílico,
hábilmente tintado por el director de fotografía.
Estás en Beverly Hills y paladeas la vida.
Tu personaje es un marginado, un superviviente,
pero eso no te impide ocupar el asiento de un descapotable
(rojo ¡cómo no!)
aparcado sobre la arena de la playa
(¿la legislación de California permitía meter un coche en la arena?).
En el cassette
(¡todavía cassette!)
suena REM, Losing my religion.
No estás solo, claro.
Te acompaña la chica de la serie, Brenda,
(¿cómo se llamaba la actriz?)
nombre tan sonoro como el de su hermano Brandon
(tampoco recuerdas qué actor lo interpretaba).
La abrazas y con tu cara más compungida
(¡qué pose más estudiada aquella! ¡Cuántos suspiros femeninos generaba!)
le comentas, como haciéndole un favor,
que tenéis que romper,
porque sí,
porque es lo mejor para ella,
porque tu futuro suegro te ha mirado mal,
y porque tu personaje es un atormentado,
un nuevo Werther que no puede ser feliz.
Ella llora.
Se deshace.
Tú apenas la miras.
Eres de piedra.
En ese momento álgido,
piensas en todas las adolescentes pegadas a la pantalla
y que te justifican a pesar de que les pisoteas el corazón.
Son tantas que notas su aliento reconfortando a tu personaje.
Para redondear tu interpretación,
levantas con suavidad, casi haciendo que levite,
tu mano y te atusas el pelo, innecesariamente,
pues la laca que le han aplicado lo ha dejado marmóreo.
Pareces James Dean, te dices
(lo que daría por un final como el suyo).
Tocas la gloria.
Todo está a tus pies.
Una suave y cálida brisa te abraza
y te sume en una sensación indescriptible,
enajenante.
Es la fama,
que durante aquellos años de star system
moldea tu vida con la perfección del photoshop.
Pero un buen día, sin aviso previo del servicio meteorológico,
la brisa deriva en viento
después en huracán
y, por último,
en olvido.
Todo aparece con claridad ante ti ahora,
al notar la ausencia de aquella vida,
su futilidad,
y cuando te miras en el espejo
percatándote de que las imperfecciones que ves en él
no son suyas,
sino tuyas.
Las ha creado el tiempo
en su peregrinaje por tu rostro
desde aquel atardecer en una playa dorada.
Ante la lejanía de aquella imagen,
ya casi onírica,
te afanas en practicar una nueva pose
donde encaje la cita estelar del nuevo guion:
“Sargento, ¿Qué ocurre?”
y que se convertirá en imprescindible,
ya que anuncia la aparición de los reptiles que protagonizan la película
(ellos, te mentalizas, no tú).
Esa frase
- piensas mientras pules la dicción de sargento -
sí que será memorable…
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