«La urdimbre luminosa». Antonio
Gracia.
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ahCon «Fragmentos de identidad (Poesía, 1968-1983)»,
Antonio Gracia (Bigastro, 1946) sellaba un itinerario poético caracterizado
por la negatividad como actitud estética y vital. A partir de «Hacia la luz»
(1998) se abre una nueva etapa donde canto y lamento se trenzan de manera más
armoniosa. Este progresivo proceso de «recuperación de la palabra» cristaliza en sus títulos siguientes, representativos de un modo muy
concreto de entender la poesía: «Libro de los anhelos» (1999),
«Reconstrucción de un diario» (2001), «La epopeya interior» (2002), «El himno
en la elegía» (2002), «Por una elevada senda» (2004) y «Devastaciones,
sueños» (2005). Todos ellos articulan un programa en el que coexisten la
indagación en la propia identidad y las huellas de un «eglogismo psíquico», como lo ha denominado el autor, que aspira a
contemplar la realidad a través del tamiz de la escritura. Esta actitud no es
un ejercicio de confiado voluntarismo ni una propuesta de asepsia espiritual.
Más bien se trata de la reivindicación íntima de una poesía que no se
limite a recrear el universo, sino que sea capaz de
crearlo mediante la palabra.
«La
urdimbre luminosa» (2007), el último libro de Antonio Gracia, radicaliza las
premisas anteriores. El lector se encuentra ante un único poema dividido en
dieciocho cantos, cada uno de los cuales aporta nuevos matices a la
configuración de una identidad en conflicto. Nos adentramos así en la epopeya
de un moderno náufrago que, en medio de un mar de incertidumbres, se proclama
descendiente del «magnífico Robinson» o de un Ulises que ha
sacrificado el regreso a Ítaca en aras de un viaje infinito. Por ello no
sorprende la mención a Ulises Mèrou, el personaje –troquelado sobre el
arquetipo mitológico– que protagonizaba «El planeta de los simios», tanto la
novela de Pierre Boulle como la película de Franklin J. Schaffner. Sin
embargo, la vasta trama de «La urdimbre luminosa» no se reduce a un desfile de
disfraces subjetivos. Los trampantojos del yo se ponen al servicio de una honda
reflexión sobre los tópicos literarios eternos: «beatus ille» («Yo
quisiera / haber hallado los jardines plácidos / donde sobrevivir»), «aurea mediocritas»(«Yo,
en verdad, / necesito olvidar el ansia, ser / puro y sencillo»), «ars longa, vita brevis» («Sé que escribir es
mi única victoria / contra la muerte»), etc.
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Junto
con los temas anteriores, Gracia elabora una personal cosmogonía (o
«cosmo-agonía») en la que se solapan los vestigios de un mundo ancestral con
los signos dudosos del presente. El despojamiento referencial no evita que el
lector advierta en los versos un sentido activo de la historia, donde los ecos
milenarios se confunden con la voz del sujeto. Expulsado del ilusorio paraíso
de la infancia, el poeta se refugia ahora en la escritura. La creación lírica
se convierte de este modo en un trasunto de eternidad o en un «truco para
aplazar la muerte». Se va esbozando así una huida hacia delante, en la que el
himno se construye sobre las ruinas de la elegía y en la que la sed de
inmensidad mitiga la sospecha de habitar un espejismo. Al final del recorrido,
la oquedad ontológica queda redimida mediante un reconocimiento plural: en la
literatura («Contemplo a Beatriz Dante»),
en la conciencia del propio fracaso («Acepto la derrota») y en la
propuesta de una moderación sensitiva atenida al ideario estoico («Solamente
deseo / abrir un libro y escuchar su música»).
La ficción de la identidad se diluye en el desencanto de quien sabe que los
dioses han muerto y que sólo perdura el engaño de creer en los hombres. Y,
sin embargo, en los versos alienta aún la grandeza de un intento prometeico
que transforma el pesimismo en voluntad creadora: «Quiero
hacer de mi pluma mi destino: / que jamás / mi vida contamine mi escritura, /
sino que se contagie mi existencia / de su cantar voluntarioso y firme».
Que así sea.
Luis Bagué Quílez
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